martes, 30 de mayo de 2017

La calle de la Estación. Arquitecturas ferroviarias supervivientes




¿Hay una identidad más clara de la calle de la Estación que el rótulo de este bar centenario? ¿Cuántos ferroviarios de otros tiempos no habrán pasado a la entrada o salida del trabajo por ésta y otras cantinas ya desaparecidas? ¿Cuántos operarios de la fábrica de gas que había en la otra acera no se habrán tomado allí su carajillo matutino? ¿Qué empleados del economato que había a la vuelta de Colón no pìsarían el local? ¿Cuántos parroquianos del barrio no harían sus recorridos cotidianos en pandilla?

El perfil histórico de la calle de la Estación fue el de los edificios de ferroviarios. No sólo en esta calle sino en varias del entorno, tanto a una parte como otra de las vías del ferrocarril, la arquitectura que se levanta entre parte del siglo XIX y parte del XX es para acoger familias de trabajadores de los Talleres y de los servicios de circulación. Compañía de Ferrocarriles del Norte de España, llamada en principio, y posteriormente, tras la guerra civil, RENFE a secas. El tradicional barrio de artesanos de San Andrés se amplió con los hogares de ferroviarios hasta lo que antes se llamó las Puertas de Tudela y ahora Plaza Circular. Y por el otro lado de las vías el barrio de Delicias acogía igualmente al proletariado del ferrocarril, incluso en mayor medida, llegando hasta el Paseo de San Vicente y Canterac. Incluso más lejos se extendía la influencia del tren, como es la zona de La Farola y su otra estación de la línea de Ariza que muchos no habrán conocido ya activa. 

El ferrocarril fue el verdadero aliciente de la ciudad desde hace siglo y medio, obrando como tirón de otras empresas metalúrgicas (Talleres Miguel de Prado, Fundiciones Gabilondo), textiles y fábricas de azúcar. Un tirón importante y decisivo sin el cual la ciudad hoy no sería lo mismo.  





Como se puede comprobar por las fotografías y a poco que uno se dé un paseo desde Colón a la Circular, aunque se mantienen bastantes edificios tradicionales, prácticamente casi todos ellos ya están rehabilitados, reformados o reconstruidos. Hay unos cuantos de nueva factura que desentonan con la tipología histórica y alguno de novísima creación, respetuoso con la altura antigua pero con nuevos materiales y una fachada posmoderna. Tal el que hace esquina con Panaderos, edificado seguramente pensando en lo que llamaron durante los últimos años la nueva centralidad de la urbe, todo aquello del Plan Rogers que quedó en agua de borrajas: el soterramiento de las vías y los nuevos terrenos hacia Delicias que deberían quedar liberados al levantarse los Talleres de RENFE. La calle de la Estación está abocada al sino que ha tenido durante décadas si no se soluciona el contencioso del soterramiento, que parece que no.












sábado, 27 de mayo de 2017

Los monumentos verdes de la Plaza de Santa Cruz



En la Plaza de Santa Cruz el  visitante accidental va buscando el monumento arquitectónico. El paseante ordinario se solaza buscando la sombra de los monumentos verdes. Árboles como el tejo, el cedro del Atlas o los plátanos, a más de los jardincillos que ornamentan el espacio, generan un conjunto de vida verde no solo refrescante sino de una belleza estética considerable. Les acompañan, sorteando el cuadrilátero, unas cuantas columnas de granito ahora dispersas y que antiguamente estarían vinculadas con cadenas, al estilo de las columnas de San Pablo o las de los leones de la portada antigua de la Universidad, para indicar y delimitar el fuero propio que el Colegio de Santa Cruz disponía, fuero obtenido de los Reyes Católicos por el elevado poder del cardenal Pedro González de Mendoza. Esto es historia y de aquellos poderes estas piedras pinaculares que dan más valor a la plaza.
















miércoles, 24 de mayo de 2017

El Pasaje Gutiérrez, al alza




Ya tenía ganas el paseante de ver cómo cada vez con más frecuencia  visitantes de paso se detienen en el Pasaje Gutiérrez. ¿Son las visitas guiadas las que le conducen a él? ¿Qué les contará la cicerone? ¿Les explicará que la arquitectura civil es tan interesante o más que la tradicional religiosa y, por supuesto, más representativa del espectro social y económico de la ciudad que quería modernizarse, incluso al uso de las modas europeas?

A poco que se observe  el paseante puede distinguir a la manada que es llevada amablemente al paseo tranquilo del viajero solitario que descubre casi por casualidad los lugares de la ciudad. El Pasaje ha sido uno de esos espacios tan céntricos como desconocidos incluso para los mismos vallisoletanos. Ha estado fuera de las visitas turísticas o simplemente culturales durante demasiado tiempo. Se ve que ahora pita algo más y aunque todavía falta cierto comercio más dinámico y más ocupación de locales lo que hay es admirable, por su apuesta arriesgada y su capacidad de resistencia. ¿Tiene la culpa el mismo pasaje de no haber sido suficientemente comercial? Es verdad que las modas y pautas de comportamiento de los compradores han cambiado desde su inauguración lejana. Que la capacidad adquisitiva del vallisoletano tampoco fue elevada. Y cuando lo fue ha sido dirigida hacia centros nuevos y comercios más llamativos al paso peatonal. Que ha habido demasiado abandono y tristeza en el ámbito del Pasaje Gutiérrez no cabe duda, pero todo pinta a que las cosas ya no son así. ¿Deseos del vallisoletano de a pie que toma a propósito la vía interior que lleva de una calle a otra por el simple placer de disfrutar de un marco diferente, ajeno a la vorágine del tráfico? 




Difícil no valorar la opinión del filósofo Walter Benjamin: "Los pasajes son casas o corredores que no tienen ningún lado exterior, igual que los sueños".  ¿Será porque el lado exterior y el interior se funden en una dimensión diferente y, en efecto, comos los sueños?  Entusiasmado por las calles, los paseos y los pasajes Walter Benjamin escribió con su carácter metafórico preciso: "Se señalaban, en la antigua Grecia, sitios que bajaban al submundo. También nuestro existir de la vigilia viene a ser una tierra donde, por huecos casi imperceptibles, se puede descender a ese submundo, donde se abren espacios por los cuales desembocan los sueños. Pasamos ante ellos diariamente sin sospechar siquiera su existencia mas, al llegar el sueño, en seguida tratamos de atraparlos dando apresurados manotazos, hasta que finalmente nos perdemos entre sus oscuros corredores. El laberinto de casas que conforma la red de las ciudades equivaldría a la conciencia diurna; los pasajes (que son las galerías que llevan a su existencia en el pasado) desembocan de día, inadvertidamente, en esas calles. Pero después, al llegar la noche, bajo las ciegas masas de las casas de nuevo surge la espesa oscuridad". 

Desde el balconcillo el niño y la niña, que parecen de purpurina, sostienen sin tregua el reloj de unas horas que se desean, oh paradoja, intemporales, como ellos.





Por el bien del pasaje, de los comerciantes que han apostado por situarse en él con sus mercancías y por la ciudad misma que tiene en el Pasaje Gutiérrez un tesoro, los que pasamos con frecuencia deseamos que tenga vida fructífera. El visitante dirigido en masa ve un espacio del siglo XIX que no disponen en todas las ciudades. Solo hace falta que bien el visitante o el indígena sean los que se interesen por cuanto se ofrece en él.  Me parece que el lugar hay que mimarlo y evitar que volviera a caer en la incuria pasada.    









lunes, 22 de mayo de 2017

El autor nombrado da la cara (O cómo Zorrilla recita desde su pedestal)




Siquiera porque le tiene visto de toda la vida, el paseante no podía dejar de lado o, mejor dicho, de espaldas, al poeta emérito de la ciudad. Ese cambio de siglo, del XIX al XX, con ecos estéticos aún románticos y mucha parafernalia historicista, trajo esta escultura representando a José Zorrilla y Moral que, si bien nació en Valladolid, vivió casi toda su vida fuera, incluso en el extranjero y, principalmente, en Madrid. Entre el Ateneo de Madrid y el Ayuntamiento de nuestra ciudad decidieron que el escultor Aureliano Vicente Rodríguez Carretero realizara este conjunto escultórico dedicado al poeta fallecido varios años antes. También Rodríguez Carretero era de la tierra, en concreto riosecano, pero vivió en Madrid y se desplazó por ciudades italianas aprendiendo del oficio. Que el tema de la exaltación literaria o histórica le iba a Rodríguez Carretero no cabe duda. Los elementos simbólicos definen la estatua y su posición. El poeta Zorrilla sostiene en su mano izquierda un poemario, mientras la derecha hace ademán de estar declamando.




En el tronco del monumento la musa, la inspiración  -qué importa si el autor pensaba en Erato o en Talía o en Melpómene, o en una mezcla de todas ellas-  tañe la lira con ese toque afectado que más que inspirar al poeta parece que se dejase transportar por las palabras melindrosas de Zorrilla. Hay quien opina que hay cierta contradicción entre las dos estatuas, la del poeta y la de la musa, bastante severa y bruta la primera y toda una realización delicada y precisa la de la musa. Que el conjunto es del gusto de aquel tiempo, ni que decir tiene. La encrucijada entre Paseo de Zorrilla que se inicia, el Campo Grande y dos calles significativas como son Santiago  -tradicional, antigua-  y Miguel Iscar -apertura de un siglo XIX avanzado y burgués-  realza el conjunto escultórico, homenaje al poeta vallisoletano, y lo transforma en una de las señas de identidad características de la ciudad.   

Como todo el mundo sabe, la escultura ha cambiado en sucesivas ocasiones de posición, incluso de entorno inmediato. Éste unas veces ajardinado, otras inmerso en fuentes o, bien como ahora, independiente. Discutibles todas sus orientaciones, lo que es obvio es que el poeta se dirige siempre hacia el centro burgués y confiado  -otros dirían simplemente histórico- y al paseante no le parece mal en absoluto. La ciudad profunda y antigua también está más allá y en la dirección en que el poeta recita. 






De fiero no tiene el león más que la máscara. Encarnación del sol, acaso del poder de la palabra, está condenado el pobre a ser ignorado salvo por los niños que le tienen al alcance. Originalmente cumplía el papel, junto con el gemelo del otro lado, de generar chorro de agua. Una metáfora que los hombres posteriormente se han negado a valorar, cegando y desconectando las redes de la fuente a aquella idea con que fue concebido el félido de bronce. El agua es el ciclo natural de la vida, obviamente, pero también de la belleza estética y de la construcción de las palabras. Y sobre todo, símbolo del devenir, del flujo incesante. Acordémonos de Heráclito.






Desde esta posición Don José se alinea con una de las cúpulas de la Casa Mantilla, uno de esos grandes edificios civiles de la ciudad. situado al principio del Paseo de Recoletos. Pero se trata de otra historia. 









sábado, 20 de mayo de 2017

Ese toque modernista en pleno centro tradicional




En Valladolid no abundan los edificios de estilo modernista. Pero más de uno hay, como éste en la calle Cánovas del Castillo, próximo a Fuente Dorada. El juego de miradores con ventanal ojival, combinados con algunas figuras representativas como los atlantes, los dragones alados y ese remate acastillado, sugieren un cierto homenaje al simbolismo del Medievo. Leo por ahí que el maestro de obras fue un tal Modesto Coloma, y su realización tuvo lugar en 1916.

Por otro lado, es inevitable recordar la influencia de aquella arquitectura original, discutible si se quiere, pero presta a diseñar e imaginar como pocas, que tanto cundió en las ciudades catalanas a principios del siglo XX y que tuvo una expansión más menguada por otras zonas de España. El paseante siempre hace un alto en la acera de enfrente para recrearse en una de esas excepciones vallisoletanas que tanto alegran a la vista y que invitan a reflexionar sobre el misterio de las opciones y los caprichos que algunos arquitectos, y los propietarios que encargaran el inmueble, tuvieron la ocurrencia de arriesgar hace más de cien años. 








jueves, 18 de mayo de 2017

Uno de esos rincones al aire libre acogedores




Me agradan los rincones apacibles y discretos de la ciudad. Un rincón puede ser pequeño y, sin embargo, hospitalario. Que es tanto como decir recuperador. Principalmente con el buen tiempo. Puede consistir en cuatro bancos ubicados en un trozo de plazoleta pública o en una terraza agradable apartada del bullicio. Esto último sucede en la esquina de la calle Simón Aranda con José María Lacort, en el tramo más cercano a Mantería. Allí, los bajos que conservan un murete, pilastras y la correspondiente verja accesible de la edificación de otra época  -cuánto se echa en falta en Valladolid aquella especie de atrio ajardinado que tenían muchos edificios antiguamente- cumple la función de terraza a la solana y al sombreado por mor del Bar Galván. Debido a que tanto el tramo de Simón Aranda como Mantería son peatonales y Lacort suele llevar un tráfico más reducido el espacio resulta acogedor para leer la prensa o un libro mientras tomas un verdejo y unas aceitunas que Antonio, amablemente, te va a colocar sobre la mesa. Añadamos que el mismo edificio mantiene la tipología más o menos original, anterior a la barbarie inmobiliaria, y con ese aspecto de caserón adquiere una personalidad visualmente grata. Se nos traslada una sensación de estar a gusto, ilusoria fantasía de retroceder en el tiempo, a la sombra del reducido pero eficaz arbolado, y a eso le llamo calidad de vida. Un alto en el camino en cualquiera de los recorridos céntricos que adquieren un valor superior, sin dejar de ser un ejercicio sencillo que sabe a gloria. Sensaciones y sentimientos del paseante. Qué se le va a hacer si uno es ansí.