lunes, 22 de mayo de 2017

El autor nombrado da la cara (O cómo Zorrilla recita desde su pedestal)




Siquiera porque le tiene visto de toda la vida, el paseante no podía dejar de lado o, mejor dicho, de espaldas, al poeta emérito de la ciudad. Ese cambio de siglo, del XIX al XX, con ecos estéticos aún románticos y mucha parafernalia historicista, trajo esta escultura representando a José Zorrilla y Moral que, si bien nació en Valladolid, vivió casi toda su vida fuera, incluso en el extranjero y, principalmente, en Madrid. Entre el Ateneo de Madrid y el Ayuntamiento de nuestra ciudad decidieron que el escultor Aureliano Vicente Rodríguez Carretero realizara este conjunto escultórico dedicado al poeta fallecido varios años antes. También Rodríguez Carretero era de la tierra, en concreto riosecano, pero vivió en Madrid y se desplazó por ciudades italianas aprendiendo del oficio. Que el tema de la exaltación literaria o histórica le iba a Rodríguez Carretero no cabe duda. Los elementos simbólicos definen la estatua y su posición. El poeta Zorrilla sostiene en su mano izquierda un poemario, mientras la derecha hace ademán de estar declamando.




En el tronco del monumento la musa, la inspiración  -qué importa si el autor pensaba en Erato o en Talía o en Melpómene, o en una mezcla de todas ellas-  tañe la lira con ese toque afectado que más que inspirar al poeta parece que se dejase transportar por las palabras melindrosas de Zorrilla. Hay quien opina que hay cierta contradicción entre las dos estatuas, la del poeta y la de la musa, bastante severa y bruta la primera y toda una realización delicada y precisa la de la musa. Que el conjunto es del gusto de aquel tiempo, ni que decir tiene. La encrucijada entre Paseo de Zorrilla que se inicia, el Campo Grande y dos calles significativas como son Santiago  -tradicional, antigua-  y Miguel Iscar -apertura de un siglo XIX avanzado y burgués-  realza el conjunto escultórico, homenaje al poeta vallisoletano, y lo transforma en una de las señas de identidad características de la ciudad.   

Como todo el mundo sabe, la escultura ha cambiado en sucesivas ocasiones de posición, incluso de entorno inmediato. Éste unas veces ajardinado, otras inmerso en fuentes o, bien como ahora, independiente. Discutibles todas sus orientaciones, lo que es obvio es que el poeta se dirige siempre hacia el centro burgués y confiado  -otros dirían simplemente histórico- y al paseante no le parece mal en absoluto. La ciudad profunda y antigua también está más allá y en la dirección en que el poeta recita. 






De fiero no tiene el león más que la máscara. Encarnación del sol, acaso del poder de la palabra, está condenado el pobre a ser ignorado salvo por los niños que le tienen al alcance. Originalmente cumplía el papel, junto con el gemelo del otro lado, de generar chorro de agua. Una metáfora que los hombres posteriormente se han negado a valorar, cegando y desconectando las redes de la fuente a aquella idea con que fue concebido el félido de bronce. El agua es el ciclo natural de la vida, obviamente, pero también de la belleza estética y de la construcción de las palabras. Y sobre todo, símbolo del devenir, del flujo incesante. Acordémonos de Heráclito.






Desde esta posición Don José se alinea con una de las cúpulas de la Casa Mantilla, uno de esos grandes edificios civiles de la ciudad. situado al principio del Paseo de Recoletos. Pero se trata de otra historia.