¿Hay mejor símbolo de la educación que el libro? Bueno, las nuevas generaciones saltarán ante la pregunta. La tablet, el ordenador, el móvil, es decir la pantalla, dirán a bote pronto. Nuevos soportes que deben complementar, que no sustituir al libro, pero que sin duda tienen una aceptación superior. ¿Son todos ellos sinónimos de educación? Una pregunta que no soy capaz de responder. Pueden serlo, pero ¿hasta qué punto de conocimiento? De cualquier manera son representativos de la cultura de nuestros días.
El caso es que me acabo de enterar de que hoy, 24 de Enero, es el Día Internacional de la Educación, fecha decidida por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Por más que miro por la red no veo que centros de enseñanza, medios de comunicación y organismos públicos se hagan mucho eco. Puedo estar equivocado. Pero de cualquier manera la educación no es algo restringido a las edades tiernas y juveniles, sino una respuesta a la necesidad de saber y comportarnos que debe durar toda la vida.
Y aunque hay varias esculturas repartida por la ciudad con referencia simbólica al libro y, por extensión, al conocimiento y el aprendizaje vital, he recordado una que no recuerdo haber traído al blog. La del niño esgrimiendo un libro en el Campo Grande. Quien leas estas páginas dirá, pero espero que no se queje, que la referencia Campo Grande es constante en mi blog. Inevitable. El parque es un mundo que sintetiza otros mundos, incluso a la misma ciudad, pero a la vez explaya a esta, la dota de una emulación del bosque que hace bien al cuerpo con su consiguiente efecto psicológico. Pero en él también están recordados escritores del pasado.
La llamada Plaza del Libro del Campo Grande es un espacio recoleto y ordinariamente solitario donde en un lateral se representa la alegoría de un niño esgrimiendo -esgrimir: término bélico aunque ampliado a otros quehaceres, como es el caso- un libro. Es una obra en bronce del escultor gallego Manuel García Vázquez, Buciños, erigida en 1980 con ocasión de un Congreso Nacional de Libreros. Situada sobre un pedestal rocoso en forma de arco, que es una fuente pero no funciona, el niño alza el libro por encima de su cabeza, que es tanto como decir hacia el mundo y los acontecimientos. Acaso lo sujeta como una antorcha, porque en un libro que se precie debe haber siempre luz.
Aun menuda y sobresaliendo sobre una roca, la escultura me sugirió hace tiempo un poema que publiqué en otro espacio.
El niño del libro
Se alza,
se pone de puntillas,
quiere llegar tan lejos:
escalar por la fronda
alcanzar la copa de los árboles y allí
dominar el paisaje
y tal vez desde la hoja
más avanzada del ramaje
se dispone a volar.
Planear sobre la tierra
humedecerse con el salitre del océano
y descender al corazón del bosque
o atravesar el desierto
que los tártaros abandonaron hace siglos
y deslizarse
por las calles en la noche de las metrópolis
entre la bohemia y los lances
de los pendencieros.
Todo está ahí
en su mano revindicadora de fantasías:
al agitar las páginas
las palabras se desparraman
y se mezclan y el viento
las aventa llevándolas
tan lejos donde otro niño de acero
las volverá a ordenar
y repetirá la hazaña
en otra lengua
sobre los mismos sueños
Enlaces de interés.