Deidad Neptuno. Si hay un personaje más recóndito que ningún otro en la ciudad ese eres tú. Y sin embargo, tal vez esa condición de permanecer reservado es la que te permite disfrutar de un edén, el Campo Grande. Y de ocupar, cual trono, un espacio más paradisíaco todavía, una pequeña ínsula en el río de las aguas apacibles y de los ánades que te acompañan. Protegido por los cañaverales hay épocas fecundas del año en que más que verte se te adivina. Pero el otoño, que pone a tus pies la floresta marchita, expone tu desnudez a los ojos del paseante.
Dicen que te trajeron de otra parte. Pero yo te descubrí. Porque nada instalado en su lugar adquiere la categoría que se merece hasta que cada paseante lo descubre. Lo curioso de tu trayectoria vital es que eres un superviviente. Se te considera la escultura pública más antigua de la ciudad, por el mero hecho de que otras estatuas fueron desapareciendo en los últimos dos o tres siglos. Ahora que lo pienso, creo que tu isla secreta es un refugio donde estás a salvo de avatares.
No te parieron para un rincón sino para ser observada y apreciada en una fuente del primitivo Paseo de Recoletos, antes de la actual configuración del Campo Grande del alcalde Miguel Íscar. No fuiste la única estatua que adornó una fuente, pues parejas a ti estaba una representando a Venus, que llamaron también de la Abundancia, y otra de Mercurio. Solo imaginar esa exposición de tres fuentes presididas por una diosa y dos dioses de la mitología griega se le cae a uno la baba de gusto estético al contemplar con la imaginación. Pero desgraciadamente las tres fuentes fueron desmontadas en una remodelación del paseo a medidado del siglo XIX y las esculturas desaparecieron. Salvo tú.
Se habla de que también una escultura del rey ilustrado Carlos III, esta del Siglo de las Luces, que presidía la Puerta del Carmen en el camino de salida a Madrid, se sumergió en las entrañas del misterio al ser derruida la puerta. Pues bien, estimada deidad. Vuelvo a lo de antes. Eres un sobreviviente, estás aún por azar, date por contento. Pues te rescataron de un almacén de obras y hace casi un siglo te colocaron en ese lugar con encanto. ¿Cuántas esculturas han tenido la suerte que tú, en una ciudad que ha conocido un grado de destrucción considerable? Solo pensar que otras estatuas fueran destrozadas, vendidas clandestinamente o hurtadas para adornar la finca de un gran propietario, ya da grima.
Considera un lujo existir en un emplazamiento que, si bien no dispone de aquella parafernalia de las fuentes de otros tiempos, ni falta que hace, al menos te aproxima a tus orígenes. ¿No eres acaso el gran señor de los océanos? ¿No es el río manso que transcurre a tus pies una lengua de agua donde contemplarte desde tu temple de mármol?