miércoles, 10 de septiembre de 2025

Aquel entrañable fotógrafo minutero del Campo Grande

 



Tal vez la escultura reproduce los pasos de una danza y a un bailarín que la ejecuta. Aquella parafernalia de preparar a los sujetos que deseaban la foto, de ocultarse bajo una lona, de ordenar atención a punto de darle al obturador o de manipular con las manos en la oscuridad de una caja el relevado, está magistralmente recogida por Eduardo Cuadrado, el autor de otras obras que pululan por la ciudad (Delibes, El comediante, etc.) Aunque la obra instalada en 1994 como homenaje al fotógrafo del Campo Grande se suele asociar al último de los fotógrafos minuteros, Vicente Muñoz, que muchos hemos conocido, en realidad es reconocimiento a cuantos minuteros se instalaron en distintos tiempos y lugares del parque. 

Ciertamente esta figura parece un híbrido, un personaje fantástico, transformado, como los que los antiguos mitos recrearan. Pegasos, centauros, harpías, esfinges, etc. se quedan atrás ante esta representación donde el hombre desaparece engullido por la cámara, donde no hay magia sino técnica modesta y precisa, y sobre todo buen hacer y hábil experiencia. Parte máquina, parte hombre, parte la captura de un instante.




Si era técnica y no magia ni milagro, ¿de qué se trataba aquella caja sujeta por un trípode? Lo explica sucintamente José Delfín Val en Tres rostros para una máquina, artículo incluido en el libro El Campio Grande. Un espacio para todos:

"Antiguamente se usaban para la fotografía rápida placas ferrotípicas que quedaron desfasadas por los adelantos técnicos habidos en el siglo XX. Ya en la primera década se utilizaban emulsiones de gelatinobromuro de plata que resolvía los problemas de sensibilidad y obtención de copias rápidas. Los minuteros llevaban en el interior de su cámara el material sensible, generalmente de tamaño postal, tratado al gelatinobromuro. La misma cámara era portadora de dos recipientes para el revelado y fijado de la fotografía. El artista tomaba la foto original sobre una de estas postales (el negativo) que se reproduciría en otra postal y en la misma cámara, obteniéndose así el positivo. Este positivo podría reproducirse cuantas veces se quisiera. El fotógrafo entregaba la foto todavía húmeda, tierna, por lo que se aconsejaba al cliente que la llevara cogida por un extremos hasta que se secara antes de guardarla en la cartera. Muchas de esas fotografías se han pasado la media vida de una persona metidas en una cartera". 




La obra de Cuadrado fue, como otras, realizada en fibra de vidrio para posteriormente ser vaciada en bronce, según nos cuenta Cano de Gardoqui en su útil guía de escultura pública en nuestra ciudad. Que esté situada en el punto en que Vicente Muñoz trabajaba no deja de ser un detalle de gratitud póstumo de la ciudadanía con el profesional. Ante este fotógrafo y otros pasaron infinidad de personas de toda condición, pero sin duda que los clientes favoritos eran los soldados que hacían la mili (el servicio militar) en Valladolid durante sus salidas de paseo, las familias en un día festivo, las parejas de novios más o menos formales de aquel tiempo ya lejano, o simplemente unos niños. No en balde los mismos minuteros colgaban de su cámaras una especie de muestrario con fotos de reclamo para los viandantes. ¿Por qué el fotógrafo Muñoz elegiría este punto del parque donde el fondo de imagen era la frondosidad y no un monumento? Tal vez detectó que el arbolado, la floresta en general, es siempre un fondo natural mejor acogido. O que acaso los efectos contrastados de luces y sombras beneficiaban más al resultado de su trabajo.

Por supuesto que hubo en el pasado otras figuras representativas del Campo Grande, los guardas y jardineros, el barquero (que por cierto, al menos tiene una placa en el borde rocoso del lago), el barquillero. ¿Quién se acuerda del barquillero? A este paseante no le pusieron nunca ante un minutero del parque, pero en mi magín habita la imagen vívida del barquillero, porque de niño cuando me decían que iban a llevarme al Campo Grande tenía dos ideas fijas: montar en la barca y que me comprasen barquillos, cuyo sabor y textura se instalan para toda la vida en la mente. Y ahí está la caprichosa memoria para rememorar épocas ya evanescentes y homenajear de paso a los viejos oficios.