Fotografiar la calle de Santo Domingo, junto al barrio de San Nicolás, con esos contrastes tajantes de sol y sombra es como volver al pasado. Esa luz que se combate a sí misma es seguramente análoga a la que se manifestaría hace más de quinientos años. De cuando se levantaron los dos conventos de monjas que vertebran la rúa. La luz y su desdoblamiento también se mantendrían aunque aquí ya no hubiera calle ni conventos ni tapias ni algunas edificaciones más recientes. El reflejo sobre un solar tendría un efecto diferente y su efecto visual sería nonato. Sin edificios el juego de luces poco diría a nadie, sencillamente porque tampoco existiría el transeúnte.
Es precisamente el efecto de ese contraste duro sobre los muros lo que nos lleva a valorar el cambiante comportamiento de la luz. También nos conduce a una reflexión simbólica sobre nuestra historia, cargada de oscuridades y luminosidades. Esta calle no es una especie de maqueta de hace siglos, al estilo del caserío que Ventura Seco dibujara en su fenomenal plano de 1738, que ha llegado casi incólume a nuestros días, sino también una muestra visual digna de disfrutar, preñada de cromatismo, admirable aún en su armonía superviviente.
Simplemente pisar esta calle, que es prácticamente peatonal, por su escaso tránsito de vehículos, resulta placentero. Hay algo que de pronto te traslada a otra época a lo largo de unos cuantos metros. Si vas acelerado el entorno te sujeta y sientes que demoras el paso. El paseante puede no darse cuenta conscientemente, pero el otro yo que siempre anda por ahí dentro hablándonos con un discurso alternativo seguro que sí lo percibe.
El paseante que va calmo y abstraído puede de pronto ver algo más que el caserío humilde y revocado. Y se fija en la mezcla de colores que de vez en cuando renuevan la protección de las fachadas. Esa gama de ocres intensos, tibios amarillos, decididos asalmonados le hacen a uno sentirse ante lienzos abstractos de formas categóricas, totales, delimitadas, precisas. Si a ello se le suman las diferentes alturas que cabalgan unas sobre otras, los tejadillos, las portadas de entrada a los conventos, los aleros y marquesinas, se tiene la sensación de pasar por una pequeña ciudad que, de no ser por los símbolos religiosos, no se sabría precisar fácilmente a qué región del mundo pertenece. ¿O tal vez sí?
La calle de Santo Domingo fue de lo primero que fotografié con mi cámara de adolescente, la Werlisa Color. Colores más tenues, menos contrastados, pero con una nitidez del objeto, esos muros, que maravillaba. Esta calle tiene mucho de cordón umbilical con el pasado de la ciudad. Pocas calles quedan de esa guisa, conservadas tan modestas como definidas. Uno no puede por menos que tomar esta ruta al acercarse a la biblioteca de la Plaza de la Trinidad. Aquellas huellas de la ciudad que fue y pervive le convierten a uno en un sentimental.
Tienen el aire de las casa coloniales...
ResponderEliminarSalut
Tal vez, sí. recuerdan los colores decididos, aunque en lo colonial se multiplican. Es una calle netamente de la Castilla del pasado. Además piensa que nuestras ciudades estaban repletas de edificios conventuales, de los cuales han desaparecido muchísimos, y aún quedan otros.
EliminarSaludo.
Y por la noche aún mejor, las sombras proyectadas por la luz de los faroles revelarán una entrada a otro tiempo.
ResponderEliminarSeguro, aunque no transcurro por ella a horas de capa y espada, que es a lo que recuerda. Tal vez que esta calle sea excepcional en la estructura urbana actual de una ciudad es lo que me atrapa. Saludo.
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