Pasaba por delante de una iglesia llamada de las Calderonas, en la calle Teresa Gil, vi el portalón abierto y entré porque no recordaba su interior. Un vago recuerdo de otro tiempo me decía que había unas esculturas de orantes a la altura del crucero. Figuras de un hombre y una mujer, no dudo que matrimonio, que aun en apariencia recogida, genuflexos y con las manos juntas en signo de sumisión religiosa, mantienen sus testas altivas y las figuras lucidas de sus cuerpos. Las vestimentas denotan que pertenecen a la nobleza de un tiempo harto pretérito y de aquel linaje probablemente no quede descendencia alguna. El paseante se detiene ante ambas parejas y fantasea que interroga al mármol albo sobre si creen en lo que representan tan lujosamente. Pero la respuesta es tan fría como el material del que están hechos y la pose inalterable que ofrecen.
Engalanados como se hallan, de mano de un artista de calidad, el visitante se pregunta cómo se llamaría cada detalle de los vestidos y tocados que lucen, las armaduras y aditamentos, el significado del yelmo que se exhibe entre los dos. A su vez observa la actitud tan evasiva de los rostros que, no obstante, se ofrecen con porte bello, y le parece que tienen una mirada sin luz, como si además fueran transportados a una supuesta eternidad a través de la frágil posición adoradora de las palmas de las manos.
Este tipo de estatuas era lo que se llevaba en lejanas épocas entre aquellos a los que tocó en suerte pertenecer al señorío y al poder. Tal vez con aquella actitud orante buscaban proyectar en las generaciones venideras la imagen de su particular piedad y fe, para que fueran recordados perpetuamente, como si el tiempo no existiera. Pero el tiempo existe en cuanto experiencia vivida y los hechos de los vivientes son los que hablan, y por ellos son juzgados o valorados, más que las estatuas y las representaciones que se pretenden encarnadas en ellas. En realidad esta especie de cenotafios solo transmiten la sombra de lo fueron, no obstante las apariencias.
Pienso en lo que escribió el gran poeta Jorge Manrique en aquellas coplas dirigidas a su padre Don Rodrigo cuando este falleció:
¿Qué se hicieron las damas,
sus tocados, sus vestidos,
sus olores?
¿Qué se hicieron las llamas
de los fuegos encendidos
de amadores?
¿Qué se hizo aquel trobar,
las músicas acordadas
que tañían?
¿Qué se hizo aquel dançar
y aquellas ropas chapadas
que traýan?
Las estatuas representan a un noble del siglo XVI y a su padre, un militar también de alcurnia, con sus respectivas esposas. El noble, en la primera imagen, es Rodrigo de Calderón, que fuera militar y político al servicio de Felipe III. Con él aparece su esposa Inés de Vargas. Este Rodrigo patrocinó el convento donde se halla enterrado que, aunque su nombre oficial es Convento de Portacoeli, el pueblo llano llamó siempre a sus monjas las Calderonas. Este noble metido a negocios fue un fiel servidor del valido del rey Felipe III conocido como Duque de Lerma. Envuelto en asuntos turbios y rencillas y odios parece ser que fue acusado de asesinato y brujería y su caída en desgracia ante la Corte le llevó a un proceso judicial largo y al final al cadalso. Lo anecdótico es que su cadáver se encuentra momificado en ese convento. La segunda fotografía muestra las esculturas orantes de los padres de Rodrigo Calderón, el militar Francisco de Calderón y María de Aranda.
El paseante, al salir de la contemplación de lo pretérito prefirió consolarse con unas pastas de la sabrosa repostería que las mañosas monjas venden en el zaguán del portal adjunto. Eso sí, la transacción a través del torno, como en el siglo XVI.