sábado, 29 de noviembre de 2025

Dos Grecos de la catedral vallisoletana en museos de la Norteamérica




Hoy este paseante no se ha paseado por las calles o los edificios representativos de la ciudad. Lo ha hecho por el Montreal Museum of Fine Arts y por la Frick Collection. Cuando uno se da una vuelta, física o virtual, por uno de los grandes museos que hay por el mundo, se da cuenta de la enorme cantidad de obras de arte de las que muchos países se han visto privados. Simplemente por el procedimiento de la enajenación, el expolio, el botín o la compra fraudulenta. Tristemente célebre es el caso de la reja del coro de la catedral de Valladolid, vendida por el Cabildo en 1929 al magnate de la prensa norteamericana William Randolph Hearst a través del agente depredador Arthur Byne. Por cierto, ¿no emula a este personaje Orson Welles en su filme Ciudadano Kane? Una reja cuya compra se pactó a 1,15 pesetas por kilogramo, haciendo un total de 500 pesetas toda ella. Hoy la reja se encuentra instalada en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.




Menos sabido es el caso de dos Grecos que también pertenecieron a la catedral de Valladolid y ahora se encuentran en el museo de  Montreal y en la Frick. Las obras de arte de países donde han estado abandonadas o simplemente desprotegidas por la ley, y a veces a merced de instituciones que en lugar de preservarlas han buscado beneficios económicos puntuales, han sido objeto de persecución por parte de buscadores de tesoros, anticuarios o marchantes, con escasos o nulos escrúpulos. Si propietarios despreocupados han cedido a sus propuestas la pérdida de las obras estaba asegurada y el beneficio del rico de turno que las comprara a través de esa clase de agentes por precios irrisorios constituía todo un éxito. Así que no es de extrañar que grandes museos públicos, de fundaciones privadas o casas particulares estén constituidos por fondos procedentes de todo el globo.






Gracias al brillante y amplio estudio de la investigadora María José Martínez Ruiz titulado La enajenación del patrimonio en Castilla y León (1900-1936) he conocido detalles de la aventura de los dos Grecos que volaron a Canadá y Estados Unidos a primeros del siglo XX. Por una parte el retrato de un caballero de la casa de Leiva, hoy en el Montreal Museum of Fine Arts, fechado entre 1580 y 1586. Por otra un San Jerónimo, sito ahora en la Frick Collection de Nueva York, que se estima de entre 1590 y 1600. Este trabajo, publicado por la Junta de Castilla y León en 2008, relata cómo en 1904 algunos anticuarios propusieron al cabildo catedralicio comprar varios objetos antiguos. No pasaron desapercibidos dos cuadros de El Greco que rápidamente fueron vendidos por 25.000 pesetas. Sí, hubo polémica y protestas de algunos entes culturales, la Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción y la Academia de San Fernando, por ejemplo. Del escándalo se hizo eco la prensa local y también un ciudadano particular, Joaquín Álvarez Taladriz. La excusa de la venta era obtener fondos para pagar un órgano nuevo. Algo que recuerda aquel dicho antiguo de desvestir a un santo para vestir a otro. Es curioso cómo el arzobispo de entonces, José María Cos, acaso adoctrinado por una vieja práctica, negó la venta.

Escribe la profesora Martínez Ruiz:

"(...) Joaquín Álvarez Taladriz rebatió las palabras del arzobispo. El abogado y coleccionista hizo valer su conocimiento del ambiente de anticuarios, donde circulaban los rumores sobre la venta. Habían sido varias las ofertas barajadas; Chicote, anticuario de Valladolid, llegó a ofrecer '3.000 duros' por las obras. Pero en ese momento la operación ya había sido saldada por el comerciante extranjero Emile Parés, que según sus afirmaciones tenía entregadas 5.000 ptas. del total de las 25.000 firmadas con el cabildo".  




¿Cómo podía ser posible que siendo conscientes las autoridades estatales o las instituciones culturales citadas o una opinión pública irritada, del valor artístico de los Grecos no se impidiera la venta y salida de dos obras magistrales? Para muchos la venta era ilegal, pero..."este capítulo era harto resbaladizo para la legislación del momento. La Iglesia podía disponer de los bienes que figuraban bajo su propiedad y responder de los mismos solo ante la autoridad pontificia, y de acuerdo al Código Canónico en vigor. Sí, podía informar a las autoridades civiles, pero estas estaban no poco limitadas cuando se trataba de un bien propiedad de aquella", indica la autora del libro. 

Al final con lo que topaban entonces los detractores de la venta eclesiástica era con una legislación insuficiente y probablemente con muchos agujeros por donde las riquezas artística del país iban saliendo a destinos externos. Y eso que, no obstante, algunos tenían cierta conciencia o una clarividencia más de Estado de que los tesoros artísticos podían ser una fuente de valor económico también para el erario público. Paradójicamente esos ingresos públicos, y privados, se lo han llevado enteros durante décadas los Estados más desarrollados de Europa y América. 




Me queda la duda o, mejor dicho, el desconocimiento sobre en qué espacio de la catedral se encontrarían instaladas estas obras del pintor cretense. No las imagino tanto en el espacio considerado para el culto como en alguna capilla menos visible o en la sacristía o almacenadas en otra dependencia no accesible más que para el cabildo. Probablemente en un estado no perfecto precisamente, pues la incuria del tiempo y de los hombres no perdona.

Para quien busca consolarse con el mal de muchos hay que recordar que en esa primera década del siglo XX salieron de España nada menos que diecisiete cuadros de El Greco. ¿Cuántas otras obras -pictóricas, escultóricas, arquitectónicas, objetos varios- no viajarían allende nuestros territorios? Basta darse una vuelta por las web de museos internacionales para comprobar la procedencia y variedad de los tesoros que guardan. Por cierto, Castilla y León fueron las regiones más castigadas por la depredación, tanto de los que llegaron de fuera como de los que se prestaron desde dentro a toda clase de enjenaciones y robos.  

Para quien tenga interés y desee más información, más allá del resumen de esta entrada de lamento, puede obtenerla en los siguientes enlaces:








viernes, 21 de noviembre de 2025

Los niños de Ana Jiménez que juegan a mover la bola del mundo en la Plaza de España





Entre las marquesinas de frutas y verduras y la parada de autobús, en pleno centro de la Plaza de España, pero siempre El Campillo, nadie les quita el espacio del juego a los niños. En la mente aún abstracta de un niño todo es posible. Mover el mundo, flotar sobre las aguas, volar por los aires. Todo es posible porque la capacidad infantil para hacer ficción de manera tan espontánea no volverá a repetirse cuando sean adultos sesudos y en muchos casos carentes de imaginación. Hago las fotografías en un día en que está apagado el funcionamiento de la fuente. Le falta ese toque en que agua y movimiento giratorio de la esfera terráquea llenan por completo el jovial afán de los niños. Pero mejor así para captar las esculturas. Para admirar su robustez, sus formas, su composición dinámica. 

Observo a los hombres y mujeres que van de puesto en puesto comprobando el género que se vende. Me fijo en que hay muchas personas de paso que se hacen selfis. Otras miran con detalle los continentes y los océanos, quién sabe si buscando su lugar de origen o un territorio al que les gustaría viajar. Las menos permanecen absortas contemplando a estos niños lúdicos, acaso recordando sus propios juegos tan remotos como olvidados. Ved cómo muevo el planeta, parece clamar la criatura que desde un lado se inclina con los brazos extendidos. Eh tú, no te largues, que uno no se puede apear del mundo, podría sugerir el chico a la chica a la que sujeta y atrae con firmeza hacia la bola. 

Me agrada el conjunto, la compostura, la idea. Leo por alguna parte que en la idea más primitiva de la escultora Ana Jiménez esta había pensado en unos ángeles. Pero es mayor el acierto de situar niños comunes, que al fin y al cabo son de este mundo y pululan por doquier. No me imagino una iconografía angelical ¿protegiendo el mundo, un mundo que cada vez dispone de menos protección? Sin embargo los niños nos transmiten, pueden y deben hacerlo, la esperanza de procurar por él, de mejorarlo, incluso de transformarlo para la supervivencia y calidad de todas las especies. Aunque pinten bastos por mor de ciertos intereses y poderes que no se comprometen a avanzar en la salvaguardia del planeta. 






Ana Jiménez, nacida en La Coruña en 1926, vivió gran parte de su vida en Valladolid, donde dio clases en la Escuela de Artes y Oficios. Falleció en 2013. En el libro de José Luis Cano de Gardoqui García titulado Escultura pública en la ciudad de Valladolid se puede leer lo siguiente sobre el trabajo de la escultora:

"Sin desdeñar la investigación y experimentación en nuevos lenguajes -postminimal, conceptual- y materiales, la obra de la artista se decanta por la técnica del modelado hacia la consecución de formas plenas y sólidas, auténticas y esenciales, dentro de un idealismo figurativo en el que se patentiza una sincera admiración por la estatuaria clásica. Esto quizá por influencia de sus primeros maestros en la escuela vallisoletana, José Luis Medina y Antonio Vaquero, pero también debida a sus numerosos viajes a Italia y a Grecia".

Ahí siguen los niños, el mundo y el movimiento sobre su propio eje, entre verduleros, fruteros y gentes de paso. Digno espacio en cuyo suelo se levantó, sobrevivió cerca de ochenta años y se derribó, hace muchas décadas, el entrañable Mercado del Campillo.




Al contemplar el juego revoltoso de estos niños en torno al mundo no menos revuelto le viene a uno al magín un poema del vallisoletano Jorge Guillén, el titulado Manera actual de ser niño, recogido en el poemario Clamor:

Antonio viaja que viaja 
Por tierra, por mar, por aire, 
Va de un continente a otro 
Porque el mundo ya no es grande, 
Mira desde su avión 
Cordilleras y ciudades 
Como si, soñando aún, 
Sobre algún mapa trazase
Con el dedo rutas, rumbos. 
¿Ser hombre es estar de viaje?

Y es que no hay duda, ser hombre es estar en un viaje donde no importa tanto la duración como la calidad de lo que se ve y se disfruta. Como en la niñez.












sábado, 15 de noviembre de 2025

La modernista Casa Luelmo en un día de otoño

 



He aquí un ejemplo de salvación. Teniendo en cuenta que tantos edificios representativos de otras épocas y estilos se han venido abajo, o aún están en camino de ello, la supervivencia de la conocida Casa Luelmo o Villa Paulita, a pesar de sus avatares es una afortunada excepción. El edificio pertenecía a la familia Luelmo, y fue levantado a instancias de Rufo Luelmo y su mujer Paulita, y encargada su construcción al arquitecto Antonio Ortiz de Urbina. No está clara la fecha de edificación, tal vez 1907 o algún año posterior, por falta de datos. Concebida como villa de recreo de esta familia de la burguesía vallisoletana de principios del siglo XX, parece tener elementos tanto eclécticos como modernistas en su disposición y decoración.

La finca de 49 hectáreas de la familia fue la que se conoció como Granja Minaya, una explotación avícola importante no solo en Valladolid sino en toda la región, que dio trabajo a más de un centenar de personas. En su tiempo era un lugar establecido a las afueras de Valladolid, entre la Cañada de Puente Duero y la Carretera de Rueda, tan lejos todos esos espacios de la prolongación del Paseo Zorrilla que conocemos ahora, paseo que terminaba en nuestra infancia en La Rubia. Hasta 1956 el edificio permaneció sin cambios hasta 1956 en que el hijo del primer propietario, José María Luelmo Soto, que compaginaba su cometidos empresariales con sus inclinaciones intelectuales y poéticas, decidió reformarla. Y en ella siguió habitando la familia hasta la muerte de su mujer en 1996. Cinco años antes había fallecido el empresario poeta.




¿Después? Después el abandono y su consiguiente y paulatino deterioro. Incluso fue okupada y en 1998 se declaró un incendio en las zonas altas del edificio. Pero Casa Luelmo no pereció. Una rigurosa rehabilitación basada en los proyectos originales de Ortiz de Urbina junto a una nueva titularidad pública -había sido comprada por el Ayuntamiento-  y un uso posterior que permanece lograron ponerla a salvo. Hoy es sede de la Fundación Santa María la Real, hija de aquel proyecto recuperador del Románico por parte de Peridis (José María Pérez González), sí, el de los dibujos humoristas críticos de El País que a su vez es arquitecto y gran conocedor del arte medieval. 

Por supuesto, el entorno de la Casa Luelmo ya no tiene nada que ver con el lugar idílico que concibió la familia en los orígenes. Aquellas fincas de los alrededores desparecieron en sus usos agrícolas y los terrenos convertidos en suelo urbano. Así que ahora se encuentra ubicada, sin haberse movido de sitio, en la zona llamada Parque Alameda, un núcleo poblacional nuevo que seguramente asustaría un poco a los propietarios primitivos, por temor a que el empaque del edifico mermara visualmente, pero que se suaviza a través de un limitado y relativamente frondoso parque, dignamente proyectado. 





Las informaciones sobre la historia y otros detalles del edificio pueden encontrarse fácilmente en internet, y no voy a insistir en ellas. Creo que la galería fotográfica es un aperitivo para quien quiera saber más, aunque ya contemplar el edificio y su entorno proporciona un goce. Pero sí traigo aquí un testimonio directo del profesor y escritor vallisoletano Pedro Ojeda Escudero en el libro La metáfora del mirlo, una especie de diario del confinamiento del covid, con recuerdos y vivencias, sí, pero con pensamientos, búsqueda de claves y reflexiones al vuelo sobre la existencia y el mundo que toca vivir. He aquí:

"Mi familia es de origen humilde. Mis padres no tuvieron casa en propiedad hasta que la empresa para la que trabajaba mi padre le cedió una como compensación del despido por el cierre de la misma. Una casa pequeña en la carretera de Rueda, un tercero sin ascensor, cuya tasación aceptaron sin cotejar. En ella vivieron el resto de sus vidas. La empresa era propiedad de un poeta, José María Luelmo y tenía su sede en una finca a las afueras de Valladolid. Luelmo procedía de la burguesía vallisoletana de la primera mitad del siglo XX y era un apreciable poeta, compañero de Francisco Pino en la aventura de fundar revistas de vanguardia. Cuando supo que yo estudiaba Filología española, quiso hablar conmigo y mantuvimos algunas conversaciones en su despacho de la casa central de la finca, un hermoso edificio de estilo modernista de principios del siglo XX, quizá el más hermoso de todos los que se levantaron en Valladolid en aquellos tiempos, con una torre esbelta y llamativa al que yo entraba por la puerta de servicio que daba a la cocina, bajando unas escaleras techadas por las ramas de una magnífica higuera".

Uno aprecia estos testimonios, porque aunque no pueda ver tal cual fue un tiempo pretérito, sirven para hacerse una idea del significado que un entorno, un tipo de vida, unas actividades y el comportamiento de las personas que han desaparecido dejan huella en nosotros.






jueves, 13 de noviembre de 2025

Unos mojones solitos pero no abandonados

 



Si uno fuera poeta compondría una oda o una cantata al monumento hoy inadvertido. Al llamarlo monumento ya lo estoy subiendo de categoría. Será incorrecto hacerlo pero pienso que tiene caché y veteranía para considerarlo como tal. Porque aunque legalmente el mojón siga en vigor lo que es en apariencia insignificante pasa desapercibido para el transeúnte o conductor cotidianos. Y sin embargo estos mojones están ahí desde casi siempre. Acostumbrados hoy día a prestar atención solo a lo inhabitual y a lo novedoso, aunque la novedad dure un día, ¿quién se fija en un mojón o hito de la red de carreteras que aún nos acompañan en travesías urbanas?

Acaso sea uno de los objetos de mobiliario urbano más antiguos. Puede que le superan algunas farolas. Los mojones de carreteras de las imágenes provienen de 1939, y los técnicos los conocen como los hitos del Plan Peña, que fue el ministro responsable de ordenar su colocación por todo el territorio en aquella lejana pero significativa fecha. El mojón es un indicador kilométrico, marca la distancia desde el inicio de la carretera hasta cada punto donde está situado a lo largo de una vía, como información para quienes circulan por ella. Pero hoy nadie los considera, son huellas de un pasado superado por los cambios técnicos en toda la escala de la circulación. Modernos rótulos del Ministerio de Transportes y Movilidad y de la DGT confraternizan con las informaciones que proporcionan los GPS.

Lo mojones se sienten ya compañeros jubilados de otros hitos del pasado, que también hay que conservar. De los miliarios romanos, que contaban las millas de un recorrido. De los leguarios de épocas más modernas, en que se calificaba la distancia por leguas. De los postes indicadores en piedra del siglo XIX. 

Los dos mojones de las fotografías se encuentran en la misma vía. En el Paseo de Isabel la Católica, uno junto a San Nicolás, casi al lado del Puente Mayor, que marca el kilómetro 192. El otro, que no indica el kilómetro pero debe ser el 191, está al principio junto a los muros de la Academia de Caballería. Este tipo de mojones estaban tallados a cincel y martillo, con forma triangular redondeada en su cúspide. Como ya es sabido por todo quisque la banda en rojo que dice N-601 en este caso indica la carretera Nacional 601 de Madrid a Gijón, que pasa por Adanero, Valladolid y León. Larga vida como monumento a los mojones de esta avenida,que no son los únicos de la ciudad.